domingo, 1 de octubre de 2017

Sócrates según Hannah Arendt


Para que entendáis mejor cuál fue la labor de Sócrates y el porqué de la admiración platónica por él, os cuelgo un texto que está extraído de un libro de Maite Larrauri titulado “La libertad según Hannah Arendt”. Hannah Arendt fue una filósofa contemporánea, discípula de Martin Heidegger, muy preocupada, como Sócrates y Platón, por la política. Por eso hizo una interesante reflexión sobre la figura de Sócrates que Maite Larrauri recoge en este fragmento de su libro. Es de muy fácil lectura y en él se explica por qué Sócrates se comparaba a sí mismo con un tábano, con un pez torpedo y con una comadrona.

Sócrates visto por Hannah Arendt

“La actividad y la vida de Sócrates se desarrollan en la plaza pública. Sócrates se interroga sobre las palabras comunes con las que los ciudadanos intervienen en el espacio político: ¿qué es la valentía?, ¿qué es la justicia?, ¿qué es la piedad? Su cuestionamiento consiste en una puesta en escena a los ojos de quienes ocupan en ese momento determinado el lugar público en el que se desarrolla: la plaza, el gimnasio, los tribunales. Los presentes se constituyen en espectadores de lo que allí sucede, pero no son meramente espectadores pasivos de una representación, sino más bien participantes de una performance, en un doble sentido: se trata efectivamente de una realización, como performances son una obra teatral, una danza o un concierto; pero al mismo tiempo son realizaciones con participación activa del público, que acaba igualmente siendo parte del espectáculo.

Arendt recuerda los tres personajes con los que se ha querido comparar la actuación de Sócrates: con un tábano, con un pez torpedo, y con una comadrona.

Un tábano es un bicho molesto; cuando se te coloca encima, no te puedes librar de él. Sócrates puede llegar a ser como ese moscardón, molestando con sus preguntas. Además, Sócrates no posee respuestas para las preguntas que formula porque no defiende ninguna doctrina, no se dedica a difundir verdades filosóficas, sino que empuja a quienes le escuchan a ser más verdaderos, esto es, a no vivir irreflexivamente. Una vida sin reflexión –decía Sócrates– no tiene ningún valor. Los diálogos que entabla con sus conciudadanos son circulares, no llegan a resultados tangibles y, si lo hacen, no es sino para volver a empezar al día siguiente.

Imaginemos que en un lugar público algunas personas estuvieran discutiendo acerca de las casas que se construyen en los barrios de crecimiento de la ciudad: si deberían construirse así, si tiene sentido hacer zonas ajardinadas interiores, si son hermosas, si es mejor adosados que grandes edificios… La pregunta socrática, en medio de toda esa discusión, sería: ¿qué es una casa? Una pregunta impertinente para los que dan por supuesto que saben de lo que hablan, y más impertinente, si cabe, cuando Sócrates comienza a desmontar las frases hechas con las que le responden.

El tábano, en el segundo acto, se convierte en un pez torpedo, un animal que paraliza por contacto. Sócrates transmite con sus preguntas un imperativo: “¡Detente y piensa!”. La perplejidad en la que sume a los demás a través de sus interrogaciones tiene que provocar efectivamente una parálisis, puesto que se deshacen algunos significados evidentes con los que la vida discurre sin problemas. En realidad, la parálisis es el inicio de una gran actividad mental.

Hay que ser un excelente artista para llevar a los espectadores del primer acto del tábano al segundo del pez torpedo, porque si no hacen ese tránsito, y si los que se ven aguijoneados por el tábano no terminan paralizados por el pez torpedo, pueden llegar a conclusiones cínicas, como le sucedió a Alcibíades: ya que no podemos saber qué es la piedad, seamos impíos.

Al contrario de lo que le pasa a Alcibíades, se trata de conseguir que el viento del pensamiento se levante y descongele el significado de “piedad”, o como en el ejemplo, el de “casa”. Y entonces empezaremos a pensar en lo que han sido las casas: un lugar de acogida, un espacio en el que crecer, un hogar propio en el que escondemos nuestros recuerdos, el sitio al que regresamos, y muchas cosas más.

Pero, de nuevo, hay que salir de esta etapa en la que tan sólo pensamos, porque el mundo en el que vivimos exige en algunos momentos decisión y acción. Si nos quedáramos paralizados en el pensamiento, aun cuando cierto es que no cederíamos a la moda fácilmente, o a los caprichos de los arquitectos, tampoco sabríamos qué casa queremos.

Hay que llegar, pues, al tercer acto, el de la comadrona. Sócrates decía que había heredado ese arte de su madre, sólo que él no traía al mundo niños, sino opiniones. Su papel no es resolver el enigma, sino ayudar a que cada uno aprenda a sacar de sí mismo su propia opinión. Es la mayéutica, el arte de hacer pensar a uno mismo por sí mismo.

Ahora bien, en este punto debemos ser muy cuidadosos. Por un lado, nos podemos dejar llevar por una aparente facilidad y no entender el mérito de la mayéutica, ya que dar una opinión no parece tan complicado: es lo que continuamente hacen muchas personas incluso cuando no se les pregunta o la ocasión no lo requiere. Pero, según Arendt, esto a lo que tan rápidamente llamamos opiniones no son sino prejuicios, efectivamente siempre a mano para ofrecer una respuesta ya hecha. Y, por otra parte, suponiendo que no se responda con la repetición de un prejuicio, sino con una opinión elaborada por quien la emite –eso es un juicio–, hay que saber distinguir si se trata de una opinión veraz, porque, de lo contrario, se corre el riesgo de aceptar que todo vale”.

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